sábado, septiembre 01, 2007

Momentos en Conil (II)

Sí sí, hay segunda parte. Unas vacaciones dan para mucho y si hablamos de momentos más. Además para un chico como yo, que está aprendiendo a disfrutar de los pequeños detalles y placeres que cada día se producen, con una entrada en esta bitácora no tengo ni para empezar. He reservado lo mejor para el final, a mi juicio el mejor momento vivido a lo largo de esta semana en tierras gaditanas.
Aquel día decidimos irnos a Caños de Meca, una población situada a unos pocos kilómetros de donde nos encontrábamos. Yo conocía su tradición hippie y sabía que la gente que iba allí era de otra pasta, con sus rastas y sus vestidos de colores. Nos habían dicho que si nos acercábamos hasta allí querríamos volver, y no pudieron dar más en el clavo.
Después de aparacar el coche, dimos una vuelta por la calle principal en la que había puestecillos con pulseras de cuero, colgantes de mil tipos, anillos, camisetas,...vamos, de todo un poco. También entramos a uno con algo más de estilo en el que todo estaba decorado al estilo marroquí, allí podias adquirir desde una darbuka a una cachimba, pasando por los tés de sabores o las telas orientales, pero sin duda alguna el lugar con más encanto fue el que visitamos después.

Entramos porque nos llamó la atención la enorme jaima que había a pie de acera y cual fue nuestra sorpresa cuando nos encontramos con una lugar maravilloso. Las sillas no existían, solo había cojines tirados por el suelo, los cuales rodeaban unas pequeñas mesas. La luz era tenue, entre el brillo fogoso de una vela y la suave iluminación de una bombilla difuminada por cristales de colores. El local estaba situado justo en un pequeño acantilado, aprovechando la pendiente de la roca. Pedimos algo y mientras bebíamos, observábamos ensimismados el reflejo de la luna llena en el mar. Pero la cosa no quedó ahí, cuando terminamos dedicimos ver aquel lugar más a fondo y descubrimos que era más grande de lo que pensábamos. Junto a nuestra jaima había otra más grande que era una sala de fiestas, bajando unas escaleras llegamos a una terraza que solamente tenía una hilera de mesas ya que estaba situada en la misma roca viva. Continuamos bajando y llegamos a la playa donde había una prolongación del bar en forma de chiringuito, todo hecho de madera y con mesas que se apoyaban el la misma arena. La luna era enorme y resplandecía el el mar como el faro que alumbra al navegante perdido.

Allí, sentado en la arena me dí cuenta de que la vida vale la pena, aunque sea solamente por esos pequeños momentos vividos

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