sábado, agosto 02, 2014

Imilce

Provengo de una estirpe de guerreros africanos, un linaje que remonta muchos siglos atrás. Soy el general en jefe de estas tropas que han de conquistar esta tierra y todas aquellas existentes en el mundo conocido, por Baal, Tanit y todos los dioses cartagineses. Soy Aníbal Barca.

Así me presenté ante todos los habitantes de aquel asentamiento hispano llamado Cástulo, y en particular ante aquella mujer íbera que decía ser princesa de su tierra. Ella sonrío y la estancia pareció iluminarse de la misma manera que la luna llena ilumina las noches oscuras. Me miró y se acercó para decirme que se llamaba Imilce, se reclinó ante mí sin dejar de observarme y yo, procurando disimular el temblor de piernas que se había iniciado en el mismo momento en que fijó sus ojos en mi, le devolví un gesto de asentimiento y se retiró a su posición inicial.

Después de hablar con mis generales propuse cambiar de estancia a una menos formal con el fin de asentar lazos de paz con aquellas gentes y comer y beber los frutos que esa tierra estaba dispuestos a ofrecernos. Tras  mi encuentro con la princesa íbera mi mente se había quedado algo trastocada así que dejé que mis buenos compañeros me guiasen en aquel festín. Comimos y bebimos a la luz de las velas y al son de la música que aquellas extrañas gentes tocaban, pero que sin ninguna duda tenía alguna raíz procedente de África. Me relajé, los combates habían cesado, era momento de disfrutar, todo era alegría.

De repente la divisé entre el gentío, allí estaba Imilce, mirándome con esos ojos del color de las avellanas. Cuando se dio cuenta de que yo también la miraba volvió a sonreír y fue entonces cuando me percaté de que llevaba un aro metálico en la nariz. Cosa por cierto que le daba un atractivo muy particular. Quizá movido por los licores ingeridos en el festín me acerqué a ella. Pude comprobar entonces que sus labios eran carnosos y  muy apetecibles. Ella volvió a sonreír, pero esta vez de una manera mucho más marcada, sus ojos se achinaron y su larga melena se movió suavemente dejando al descubierto un pequeño lunar en la parte izquierda de su cuello. El temblor de piernas volvía, pero mantuve la compostura y le propuse hablar en otra sala con menos ruido. Ella asintió.

En aquella sala también había velas y olía a romero y lavanda. Multitud de cojines cubrían el suelo junto con algunas telas de colores. Nos recostamos y hablamos cada uno en su idioma, pero nos entendimos a la perfección. No hacía falta mucho más que gestos y miradas. Ella también se encontraba nerviosa y decidí sumergir mi mano en aquella hermosa y larga melena para tratar de tranquilizarla. Mis dedos se perdían entre sus rizos negros, nos miramos a los ojos y descubrí que me había equivocado, además del color que había vislumbrado antes, en ellos una tonalidad verde, aunque tenue, brillaba ahora con fulgor a la luz del fuego. Recorrimos nuestros rostros con la mirada un par de veces e hizo un gesto que me derrotó por completo, se mordió el labio inferior con suavidad estudiada. Fue entonces cuando la besé.

De repente se puso en pie y al son de la música que sonaba ya muy lejana comenzó a bailar. Vestía una falda negra amplia pero ceñida a su cintura y una prenda muy corta que a penas le tapaba los pechos. Un par de pulseras adornaban su muñecas y un brazalete dorado destacaba sobre su piel clara. Empezó a moverse suavemente al principio, representando con sus brazos el compás de la música. Cuando ésta incrementó el tono y el ritmo giró sobre sí misma y su melena voló como un ave mecida por la suaves corrientes cálidas del verano. Movía el vientre acompasadamente y sus caderas se contoneaban con un ritmo hipnótico. Yo, recostado en los cojines no podía hacer otra cosa más que admirar tan soberbio espectáculo tratando de disimular mi excitación.

Cuando la música terminó, Imilce, sudorosa, se recostó a mi lado. Le dije que era el ser más hermoso que había visto nunca, que era una visión celestial y entonces fue ella la que me besó apasionadamente. Así abrazados nos quedamos dormidos, sintiendo el calor de nuestros cuerpos...

Al cabo de unas horas me despierto mirando al techo de la habitación. Qué sueño más extraño y más dulce. Me giro giro para incorporarme y descubro que en el otro lado de la almohada hay una depresión del tamaño de una cabeza. Me froto los ojos, sigo dormido. Los abro de nuevo y sigue ahí. De repente, escucho un ruido en el baño...

Voy a ver quien es...

https://www.youtube.com/watch?v=XInIyvNIo48