viernes, septiembre 16, 2016

Goran

La ciudad se cuece bajo el sol dálmata que parece querer derretir los muros de los antiguos palacios señoriales. Los casi 40 grados que registran los termómetros unidos al enorme porcentaje de humedad ambiental hacen que, turistas y autóctonos, busquen la sombra como el mayor de los tesoros. Así recibe la perla del Adriático a Jaime que pese a todo se siente abrumado ante el espectáculo que le ofrece el museo hecho piedra que es Dubrovnik.

Camina por sus principales calles tratando de localizar alguno de los escenarios en los que se rueda una de las series de moda. Se sorprende ante la frescura del agua de la fuente de San Onofrio y con la majestuosidad del palacio Sponza. Sin embargo, como siempre, se centra en observar a la gente y en este caso se entretiene en averiguar por sus atavíos y sus expresiones de que nacionalidad es cada cual. Un alemán con calcetines y sandalias, una rusa de excepcional belleza o un italiano que gestualiza de forma exagerada.

Tratando de salir del bullicio y, tras un refrescante baño en la pequeña playa que hay a las puertas de la muralla, Jaime enfila una de las empinadas escaleras que ascienden hacia la muralla desde la calle principal. Los escalones son muy dispares, los hay enormes y otros pequeñitos, pero todos son abruptos y caprichosos en su forma, de tal manera que en un breve espacio gana mucha altura. La recompensa al llegar arriba es comprobar que la ciudad no solo es hermosa como  un cuadro de Monet, si no que además está viva, que hay gente en los portales charlando de sus cosas y que la ropa está tendida como en cualquier otro lugar.

Allí arriba, con una mezcla de salitre y sudor en la piel, busca un lugar para cenar. Al pie de la muralla encuentra el restaurante Peline donde unos alemanes contemplan el partido de la eurocopa contra Francia. El lugar es perfecto, recoleto, con buenas vistas y gracias al fútbol, es ideal para pasar desapercibido. El camarero, que debe de tener pocos años más que Jaime, se presenta como Goran y le acomoda en la última mesa de la terraza. La conexión es instantánea y mientras le sirve una jarra de cerveza bien fría comenta que entiende lo duro que es viajar solo, que él lo ha tenido que hacer muchas veces. Aconsejado por él, Jaime pide cevapcici, un plato típico de Bosnia compuesto de trozos de carne especiada y a la brasa acompañados de cebolla dulce y una salsa de tomate muy intensa.

A medida que las mesas se van llenando Goran va y viene y de cuando en cuando se para a parlotear con Jaime. Es bajito, calvo y con las orejas grandes. Además tiene la nariz aguileña. Un cuadro vamos, pero pese a su timidez demostrada, o mejor dicho, exorcizada con movimientos temblorosos de cabeza y sonrisilla nerviosa, mira a los ojos cuando habla. Busca cierta cercanía en el trato y la verdad es que eso se agradece y mucho! 

Jaime también le mira y no deja de pensar que hace quince años ese tipo que tiene en frente vivió una guerra cruel y devastadora. Una guerra entre hermanos de un mismo país que se distinguían únicamente por la religión. "Probablemente mientras yo iba a la universidad él combatía en las milicias croatas contra los serbios que les machacaban mucho antes de que la OTAN interviniera y las tornas cambiasen con igual o mayor agresividad" - piensa Jaime - "yo también he tenido que viajar muchas veces solo" - recuerda - "y qué forma de viajar!" - reflexiona -

Aparecen en su cabeza las primeras imágenes de una guerra que puede recordar con cierta nitidez. La matanza de Srebrenica, el asedio de Sarajevo, la caída del puente de Mostar y sobre todo los bombardeos sobre la muralla de Dubrovnik; y ese tipo ha vivido todo eso en sus propias carnes, de manera directa y voraz. De pronto Jaime se da cuenta de lo afortunado que es y sonríe. Goran le mira y parece entenderlo todo. Sonríe.

Klapa, canto a capela tradicional de la Dalmacia, hermoso!
https://www.youtube.com/watch?v=sgUk9blTgPw