martes, enero 28, 2014

En la guerra y en el amor

Aquella mañana, en la llanura de Zama, estaba a punto de libarse una de las batallas más épicas y memorables de la historia. Cayo Valerio, un tribuno a las órdenes de Publio Cornelio Escipión, procónsul de roma, se sitúo al frente de los legionarios a su mando y observó la imponente estampa de los ejércitos púnicos comandados por el gran Aníbal Barca. El general cartaginés otrora azote de Roma tenía que defenderse en su propio territorio de la invasión de aquellas malditas legiones y para ello había reunido a la flor y la nata de los soldados y mercenarios provenientes de las más diversas comarcas africanas, galas e íberas además de ochenta elefantes listos para entrar en combate.

Cayo Valerio tragó saliva al sentir bajo sus pies el temblor de tierra que indicaba que los paquidermos habían iniciado la carga contra sus legionarios y se volvió hacia ellos para observar con cierta desazón que, asustados por su temible presencia, retrocedían mostrando el espanto máximo en sus rostros. En ese momento, el tribuno romano, en un arrebato de locura o de valentía (es difícil saberlo) tiró su coraza y su casco al suelo y avanzó. 

La táctica ideada por su general en jefe, Escipión, surtió efecto y los elefantes pasaron por los pasillos creados a tal efecto por las tropas romanas perfectamente coordinadas. Quizá de nos ser por el acto heroico de Cayo Valerio que infundió valor en sus legionarios, estos no hubieran mantenido la posición y hubieran dado al traste con la táctica, pero no fue así y la batalla continuó según lo previsto por Publio.

Sin embargo el amor no es como la guerra pese a que seguramente habréis escuchado justo lo contrario. Hay una suerte de excesos a pagar cuando de amar se trata. Y es que ocurre, a menudo, que no sabemos o no queremos ver la evidencia. No queremos darnos cuenta de que al mostrarnos abiertamente, al tirar nuestra armadura al suelo, igual que Cayo Valerio, nos exponemos en cuerpo y alma por voluntad propia. No podemos cargar al otro con la responsabilidad de no dañarnos ante un ejercicio de desnudez tan extremo.

Ese es nuestro exceso, ese es nuestro error, ese es el precio a pagar. Nos han vendido tan bien la moto que nos creemos la patraña del cuento de hadas. El del príncipe azul y la princesa prometida. Es tan bonito pensar que nos puede suceder algo tan irreal como ficticio, que aunque sabemos que es imposible (porque en el fondo lo sabemos) nos lanzamos a la piscina y como insensatos ni siquiera miramos si está llena o vacía.

Insisto que el espejismo puede parecer por momentos tan real que nos puede engañar. Sin embargo la decisión última es nuestra y nosotros somos los únicos responsables de nuestra propia desdicha. Intentar conseguir que la otra persona sienta lo mismo que tú es como intentar que un olmo de peras. Y sin embargo nos autoengañamos: "Oh sí! Le voy a exponer lo que siento y ella se verá reforzada y me confesará que siente lo mismo, pero no me lo había dicho por temor a no ser correspondida. Y entonces viviremos felices y comeremos perdices..." ¡Cuán bonito sería si se diera el caso! Pero no se da. Nos tragamos la mentira sin anestesia ni nada. Está tan bellamente envuelta y adornada que nos olvidamos de todo y hasta de nosotros mismos.

El problema es que pensamos que nos vemos arrastrados por un torbellino de amor que nos obliga a exponernos de esa manera y no! Nada más lejos de la realidad. Seamos claros, nos exponemos porque nos da la gana, porque nos gusta tanto ese ideal platónico y pasteloso como un merengue que nos vemos más allá de nuestras propias narices. Por eso, de nada sirve ponernos melodramáticos, simplemente es culpa nuestra, de nadie más!!

Habrá que seguir aprendiendo.

PD: A Cayo Valerio no le ocurrió nada con los elefantes, pero nadie nos asegura que al exponernos nosotros también vayamos a salir ilesos.