Naturaleza Urbana

Camino hacia la Catedral. He quedado allí con mis amigos y la temperatura suave de una tarde con el cielo plomizo se presta a dar un paseo. La música que suena en mis auriculares me hace ir a buen paso mientras medito sobre la dichosa navidad, la locura de las compras y la añoranza de quienes no están aquí cerca para disfrutar de ellos. Unas cervezas no vendrán mal.

Llego al punto de encuentro con diez minutos de adelanto así que busco un banco libre. Encuentro uno que justamente mira de frente al imponente edificio gótico que domina la ciudad de León desde su atalaya. Siempre que quedo, y llego con un poco de margen, me gusta contemplar su majestuosidad y me imagino como sería para un ciudadano del siglo catorce observar semenjante gigante de piedra cuando por aquella época el edificio más alto no superaba las tres plantas. Imagino el barro en las calles y los suaves destellos de la luz de las velas el altar que se filtarían por las vidrieras dándole un aspecto casi fantasmagórico en las frías noches de invierno. Imagino a feligreses, beatas de misa diaria y peregrinos entrando para rezar o simplemente para empaparse de su inmensidad y belleza. En fin, me teletransporto a otros mundos pasados y me evado de mis problemas terrenales en un lugar dedicado a todo lo celestial.

Por otro lado, cuando la imaginación tan propia del niño que tengo a flor de piel, se ve tapada por el adulto que soy en realidad, establezco un juego más realista con la Catedral. Ella se me muestra con todo su esplendor y yo trato de encontrar cada día algún detalle nuevo que no había contemplado hasta ese momento: las letras grabadas en una torre, las ventanas en forma de trébol o los cuernos de la gárgola. Pero ayer me sorprendí gozando con uno de sus habitantes.

Sentado en el banco con la música relajando mi mente y mirando hacia arriba con la boca abierta descubro en el reflejo de la luz de una farola el aleteo de una polilla. Inmediatamente su vuelo llama mi atención (una polilla en invierno) y fijo mis ojos en ella dejando a mi Catedral de lado por un momento. El insecto volador está frenético, me quito un auricular, luego el otro, y entre todo el gentío oigo claramente el chillido de un murciélago que en un instante ya se ecuentra persiguiéndola. Supongo que ha salido de su letargo invernal con las altas temperaturas de los últimos días.

Ambos bailan la danza de la vida y de la muerte y parece que lo están haciendo para mí. Nadie los mira en toda la plaza, sólo yo. El espectáculo de la naturaleza urbana en su más puro estado se me presenta como un regalo navideño y me siento un privilegiado. La bailarina quiebra una y otra vez al depredador, pero el ecolocalizador del mamífero impide que se distancie mucho de él. Revolotean de un lado a otro y al cabo de un par de minutos el quiróptero gana la batalla y se lleva a su presa hacia la oscuridad de algún escondite catedralicio.

Increíble, solo me falta aplaudir. En ese momento veo a lo lejos como se acerca hacia mí uno de los amigos con los que había quedado.

Os dejo con el baile del pato:
http://www.youtube.com/watch?v=5zfrvhii6GM&feature=related

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