martes, febrero 10, 2009

Malditos roedores, malditos ecologistas

Hace un par de años por estas fechas me encontraba caracterizando hábitat en la estepa castellana. Era el supuesto paso incial que debía dar para luego poder estudiar las especies cinegéticas que serían la base de mi futura tesis doctoral. A la par que contaba parcelas en barbecho, con cereal creciendo y aradas, escuchaba también los comentarios de los agricultores en el bar en el que parábamos a tomar café. El tema de la temporada eran los topillos, estaban proliferando demasiado y seguro que si seguían así terminarían siendo una plaga causada, sin duda, "por los ecologistas de mierda que los echan en el campo pa' las águilas" (palabras textuales). A estas palabras les acompañaban miradas inquisitivas hacia mi director y hacia mí, culpabilizándonos del siniestro agrícola.

Pasaron unos meses y efectivamente los topillos respondieron a un invierno suave y lluvioso aumentando notablemente sus poblaciones. No era más que un pico poblacional que se repite cada cinco años más o menos, aunque ésta vez se veía acentuado por las condiciones meteorológicas, que habían sido las idóneas para que se produjera la explosión demográfica. Los conservacionistas (ecologistas de mierda para los del pueblo, que no distinguen entre ambas palabras) sabemos que estos ciclos se producen en la naturaleza y que ella, tan sabia como siempre, es capaz de autorregularse. Aún así la alarma cundió y los pseudoexpertos de la administración decidieron tomar cartas en el asunto.

Lo cierto es que las cosechas no se vieron afectadas sustancialmente por el maldito roedor, más bien al contrario, ese año fue uno de los de mayor productividad de cereal. No sólo eso, en los muestreos a pie que Pancho y yo realizábamos para acumular datos de poblaciones de aves, pudimos ver fenómenos asombrosos, como polladas volanderas de nueve y once individuos de lechuza campestre que sin duda se habían visto beneficiadas por el gran número de presas. Pero claro, para los paisanos de los pueblos nosotros éramos los ecologistas protectores de las rapaces y no de los cultivos.

Ese verano la administración no pudo aguantar más las presiones de las juntas vecinales, asociaciones de agricultores y entendidillos varios y pasó del papel a la acción. La solución para el medio ambiente, como ocurre a menudo en este maldito país, se hizo pensando en cualquier cosa menos en él. La clorofacinona inundó los campos, los arrollos y las acequias. Un veneno que mata no sólo al topillo y que persiste en el medio y en el tiempo había sido el remedio que implantaron, y lo que venga después ya se verá.

Pues bien, este año, la cosecha cinegética no ha sido nada buena. Los conejos no aparecen por ningún lado y las liebres aún menos, salvo en algunas áreas de las provincias más norteñas de la Comunidad. Los perros han levantado menos perdices que nunca y los amantes de la caza se han tenido que conformar con ver a las becadas en fotografías y con cobrar alguna pieza suelta de alguna que otra batida de jabalí. Nada más, escasez en los zurrones y en los cintos, mañanas aprovechadas únicamente en el arte de fortalecer las piernas y beber el vino con los compañeros.

Por supuesto la dichosa clorofacinona está detrás de todo esto, pero seguro que alguna voz pueblerina se alzará por encima del resto para afirmar rotunda, que la culpa es de los ecologistas de mierda por vete tú a saber que excusa.

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