viernes, noviembre 09, 2007

Las uvas del tendedero

El otoño es la época en la que la naturaleza, prácticamente mortecina, luce sus mejores galas como queriendo despedirse con un final esplendoroso digno del mejor festín. La oxidación y reabsorción de la clorofila por parte de los vegetales, los cuales se preparan para en invierno, hace que salgan a la luz los ocres, amarillos y rojos asociados a las xantofilas y a los carotenos. En pleno apogeo de este festival los árboles y arbustos nos regalan sus frutos nacidos en la primavera y madurados a lo largo de un verano que este año ha sido muy suave.

Algún día tengo ocasión de escaparme al monte, que aquí en León, está a tiro de piedra y observo a los paisanos de los pueblos recoger de las ramas de los árboles las delicias naturales que éstos les otorgan. Recojo moras de las zarzas como si de un valioso tesorillo se tratara y si encuentro algún castaño al que varear para robarle un puñado de castañas, soy el tío más feliz del mundo. Pero sin querer, camino a casa, me entristezco un poco. Siempre digo que mi gran déficit en esta vida es no tener pueblo. Algunos piensan que soy más de pueblo que las amapolas, y siempre les respondo que ojalá, pero no.
Hoy, al salir al tendedero de mi casa y ver estos hermosos racimos de uvas donados altruistamente por mi tío Cundo, la tristeza me ha vuelto a invadir. Luego he mirado las manzanas, los membrillos, las peras, las calabazas y los repollos que familia y amigos nos han regalado y he pensado que algo del pueblo sí que tengo.
Menos da una piedra y estoy convencido de que algún día seré yo el que regale. Hasta entonces muchas gracias a todos.

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