miércoles, abril 24, 2019

Males Universitarios II

Cuando terminé la carrera y uno de los pocos profesores que me enseñaron de verdad a entender y amar la biología se acercó a mí para ofrecerme hacer una tesis doctoral con él. No sabía lo que se me iba a venir encima. Hubo gente, compañeros y compañeras de clase, que automáticamente me retiraron la palabra. Otros me daban palmaditas en la espalda al tener al alcance de la mano uno de los objetivos más cotizados dentro de la vida universitaria. Yo, dentro de mi inconsciencia habitual, simplemente no entendía nada, ni unas reacciones ni otras.

Todo empezó muy bien. Solicité una beca al ministerio, otra a la Junta de Castilla y León y otra, creo recordar, a la Diputación de León. Con las expectativas muy altas, debido a que mi tesis se alojaría dentro de un macroproyecto de investigación concedido a la Universidad de León, comencé los muestreos de campo. Me estaba dedicando a lo que más me gustaba y, aunque tenía que estar en el los sembrados con el alba para censar aves y me pasaba más de 14 horas trabajando entre campo y laboratorio, difrutaba de lo que estaba haciendo. No cobraba un solo euro, y así pasaron seis meses, hasta que por fin me concedieron la beca, la de la Junta en este caso, dotada con la asombrosa cifra de ochocientos y pico euros. 

En ese momento todo cambió, pasé de ser un colaborador por méritos en el departamento de zoología, a ser un asalariado para quien quisiera librarse de algún trabajito de mierda con el que posteriormente poder poner su nombre a una publicación científica. Y yo, ¡iluso de mí, que pensaba que estaba allí para investigar la avifauna y quizá dar clase en la universidad! Pues nada más lejos de la realidad.
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Poco a poco, golpe de realidad a golpe de realidad fuí aprendiendo que aquello con lo que yo soñaba no era más que eso, un sueño inalcanzable para un tipo como yo. La gota que colmó mi vaso, lo recuerdo tan nítidamente como si fuera ahora, llegó cuando en el pequeño habitáculo en el que me habían alojado, entró mi coodirector de tesis. Con sus santos huevos me instó a pesar y medir unas muestras de alfalfa que los topillos habían cortado aquellos días en los que la población, gobierno incluído, estaban alarmados ante la explosión demográfica de tan pequeño roedor. Y yo, que me sentía obligado al estar recibiendo un dinero que, a estas alturas, asumía me daban por estar al amparo del ala del director y del jeta del coodirector, comencé a estirar los tallos de las herbáceas con una mano y a abrir el calibre con la otra. Mientras manipulaba de esta manera la alfalfa una chispa hizo reacción en mi cerebro. Me levanté de la mesa y con decisión me acerqué al despacho de mi director que casualmente se encontraba allí.

Entrar allí no era fácil para mí, y mucho menos a sabiendas de la conversación que deseaba mantener con él. Como ya he dicho le admiraba por encima de sus logros académicos. Era una eminencia en el campo de los vertebrados, pero ante todo era una buena persona. Me escuchó, me atendió y comprendió perfectamente mi situación. El desencanto y la desesperación de haberme dejado la piel por una causa que ya no era la mía y que se veía desdibujada ante la obsesión de publicar y publicar. Por no hablar de la fractura en la imagen idealizada de la docencia universitaria. Me despedí (si es que un becario de doctorado puede hacer eso), devolví el dinero de la beca a la Junta y emprendí otro camino.

Allí quedaron algunos profesores válidos, muchos mediocres y la mayoría, investigadores frustrados sin ninguna motivación para explicar sus conocimientos al alumnado universitario. También dejé algunos compañeros de tesis que decidieron seguir adelante con sus despedazados sueños como mártires ante una muerte agónica y eterna. Otros becarios a los que no puedo ni siquiera llamar compañeros, también decidieron quedarse allí, pero estos no tenían sueños investigadores o docentes, tenían enchufes o unas rodilleras muy resistentes y muchas tragaderas para lamer muchos culos y chupar muchas pollas. Hay de todo en el mundo universitario.
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No me arrepiento de ninguna de mis decisiones, es más, estoy orgulloso de todas ellas. Al menos puedo decir que siempre fui sincero y actué con toda la honestidad que afortunadamente me enseñaron en casa. Pero una sensación de tristeza me invade cuando veo que la situación en la universidad, lejos de cambiar se ha mantenido estable como las condiciones de laboratorio a la hora de hacer experimentos científicos.

Y esa situación lamentable será lo que os describa en la próxima entrada que ésta se alarga mucho.

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