martes, diciembre 26, 2017

El Cristo de la Calavera

Cuenta la leyenda de Bécquer "El cristo de la Calavera" que dos caballeros toledanos andaban enamorados de la misma dama, una mujer llamada doña Inés. Don Lope y don Alonso, que así se llamaban, recogen un guante que a doña Inés se le había caído en una celebración de la corte, el problema es que ambos lo hacen al mismo tiempo y ninguno quiere soltarlo. Solo la intervención del mismísimo rey, quien les arrebata el guante y se lo devuelve a la dama, es el que logra apaciguar los ánimos, eso sí, sólo por el momento ya que hay que discernir quien se quedará con el amor de la cortesana.

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Cuando la fiesta termina, los caballeros se citan para un duelo a medianoche, en una de las estrechas calles que se derraman hacia el río desde la imponente catedral de Toledo. Callejuelas pequeñas y oscuras que forman un entramado donde dificilmente se pueden enfrentar con sus armas, pero al fin, en la calle del Cristo de la Calavera encuentran un lugar propicio. Allí hay un pequeño ensanche presidido por un crucificado y una calavera situada dentro de un hueco en la pared que recibe la iluminación de un pequeño candil.

El combate comienza y cuando las espadas chocan por primera vez, una corriente de aire que nadie sabe de donde sale, apaga el candil. Ante la oscuridad total los caballeros detienen sus ataques y de pronto, el candil vuelve a encenderse.

Algo muy extraño que un candil se apague y se encienda de esta manera, pero ambos conjeturan que por esas angostas calles se ha podido colar una ráfaga de viento que momentáneamente haya hecho que la llama se apague. Lo increible es que al reanudar la lucha, con el primer chasquido de las armas al golpeárse vuelve a ocurrir lo mismo. De nuevo detienen el combate y la luz vuelve. No lo entienden muy bien, pero han de resolver la afrenta y continuan con su duelo pero, esta tercera vez, un viento fuerte recorre la callejuela, tan fuerte que les tira al suelo y apaga definitivamente el candil. Ambos deciden firmar tablas puesto que estos hechos tan misteriosos ya no pueden ser casuales, parecen de hecho, una advertencia.
La leyenda continúa, pero...

Caminábamos, perdidos por las callejuelas de Toledo con la noche invernal sobre nuestras cabezas. Una fina lluvia había conseguido lo imposible, todos los turistas habían corrido buscando refugio dejando las calles adyacentes a la plaza de Zocodover totalmente desiertas. De pronto el silencio podía sentirse, nuestros pasos se podían escuchar amortiguados levemente por los muros de los viejos edificios y por la niebla que empezaba a caer sobre la ciudad de las tres culturas. El frío penetraba ya con toda su fuerza entre las costuras de la ropa y las manos, la nariz y las mejillas se congelaban ante el contacto directo con esta atmósfera casi gélida.
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En mi cabeza resonaban algunas de las leyendas becquerianas que había leído justo antes del viaje, cuando un escalofrío recorrió mi espalda. Decidimos entonces emprender camino hacia algún lugar donde poder tomar algo calentito que calmase el frío que ya era demasiado persistente. Las farolas proporcionaban una luz difusa que se desvanecía entre la niebla por lo que avanzabamos casi a ciegas. Ascendimos por una de las callejuelas, cuando a penas a un par de metros delante de mí pude distinguir la llama de una vela que alumbraba uno de los recodos. Sin dudarlo, me acerqué para ver que era, pero en cuanto aceleré un poco el paso, escuché un golpe metálico y la llama se apagó en respuesta a una ráfaga de viento repentina que nadie sabía de donde ha salido.

"Cuando hay niebla y lluvia fina no hay viento" Recuerdé perfectamente las palabras de mi abuelo. Otro escalofrío aún más intenso que el anterior me erizó el vello de todo el cuerpo.

- Salgamos de aquí, rápido - grité al aire

Corriendo llegamos al comienzo de la callejuela donde un farol alumbraba de forma tenue el cartel que le da nombre: Calle del Cristo de la Calavera.




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